Nunca he visto a Martín Arnal con la cabeza baja. Nunca sus ojos han dejado de mirar de frente. Pero en esta ocasión la excepción era más que justificada. Regresaba su hermano Román, que falleció a consecuencia de herida de arma de fuego y permaneció hasta hace unos días en una fosa común de la que ha salido gracias, fundamentalmente, al voluntariado y a la tenacidad en que la historia se escriba con todos los nombres, con todos.
Sí, Román se marchó a los 24 años, ocho más de los que entonces tenía Martín. Román se marchó como José, el primogénito de una prole de diez hijos. A José no lo van a poder exhumar porque le ha crecido encima un bloque de nichos. Pero a Román sí se le ha resucitado este mes de octubre de entre los huesos. Y allí estaba Martín, atento, cómplice y batallador, desestimando el frío de la jornada, ávido de recomponer el abrazo truncado, el abrazo que ni un sólo día dejó de añorar Clementa, la madre muerta en vida, condenada a ver esos vacíos en sus retoños.
Martín Arnal, tú sabes que esto no lo va a entender la España sumisa de besamanos y lameculos, la España que no se atreve a decir que el emperador va desnudo, la España cateta e insensible de pasar página sin haberla leído. Tú sabes que hay que seguir vigilando el tajo, en pie de paz que no de olvido.
Tú sabes mucho Martín, querido y vital nonagenario, y yo celebro aprenderlo de ti.
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